domingo, 12 de octubre de 2008

Abre...

El jardín

Citlally Vergara Olguín

Entré por esa puerta grande de madera a lo que me pareció el jardín más hermoso que mis ojos hayan visto jamás.

Un enorme jardín oculto en la inmensidad del bosque, rodeado por una gran pared de piedra cubierta de preciosas enredaderas. Todo el contorno era un gran pasillo con pilares en forma de espiral que sostenían un pequeño tejado de piedra que contenía el secreto aquél.

En el suelo se dibujaban caminos de piedras de río que corrían desde la puerta y daban vuelta al jardín. Junto a ellas el pasto verde brotaba abundantemente, las flores y los pequeños arbustos adornaban las esquinas en las que el camino cambiaba de dirección.

Hacia el centro, donde se encontraba la mayor concentración de vegetación, de vida, no había caminos que te dirigieran a un lugar en especial.

Plantas creciendo a diestra y siniestra, una pequeña fuente a manera de estanque definía el centro; lianas colgando de alguna parte, árboles, plantas, palmeras, arbustos, flores, un sin fin de especies de helechos. Peces en el agua, mariposas revoloteando de aquí para allá, pajarillos que construían sus nidos en las ramas; todo un ecosistema creciendo en armonía, oculto del resto del mundo.

De pronto, la imagen difusa de un hombre sentado en una de las esquinas del jardín me pidió acercarme con un movimiento de su mano, después me llamó por mi nombre y apuntó un asiento junto a él. Me acerqué a él y comenzó a hablar:

- Cada cambio de luna, el bosque permite a una persona adentrarse en él y descubrir el camino que trae a la puerta de este jardín. Sólo los aventureros se atreven a caminar por ese sendero desconocido, los valientes que no temen a lo inesperado, sólo ellos pueden entrar al jardín. Pero aquellos que temen descubrir algo nuevo, quienes rechazan la oportunidad, jamás se les volverá a presentar tan generosa invitación.
- Pocos, como tú, podrán volver al jardín cuantas veces quieran, siempre y cuando haya cambio de luna y mantengan en secreto la existencia del jardín y lo que en él hay. Su espíritu aventurero y valentía perdurará por siempre, esa será su llave.
- Ahora vuelve a casa, niña, y sueña con las maravillas que has visto aquí. Procura estar allá antes de que salga la luna por completo. Sigue creando.

Extendí mi mano para estrechar la suya y él la besó. Salí entonces del jardín, no sin antes dar un último vistazo para fijar todo en mi mente, sin dejar pasar ningún detalle y poder recordarlo más tarde.

Caminé por las piedras hasta la salida y dije adiós a mi nuevo secreto. Cerré la puerta y caminé de regreso por el sendero que me había llevado hasta ahí y en el que ahora jugaban las luciérnagas.

jueves, 2 de octubre de 2008

A 40 años, segimos busca de la libertad...

Con la indignación,bueno no, no indignación, con las ganas de hacer algo al respecto.
Alguien me dijo hoy: "Lo que no fue en tu año, no te hace daño".
Pero en estas circunstancias cómo no puede afetarme si como estudiante, si de cierta manera existe una preocupación o empatía por los ideales de años pasados; y como periodista me preocupa conocer todo el trasfondo del suceso, el otro lado, las concecuencias.
Motivada por esta inquietud navegué por la internet y me encontré con este arículo de Publico.es, prensa española.
Me gustó, sobre todo después del bombardeo de información que recibí en la mañana con respecto a este tema. Espero que también sea de su agrado. D e todas maneras ahí les va el link:
Dominio público
Opinión a fondo

21 May 2008

NAIEF YEHYA
El 12 de octubre de 1968, fueron inaugurados los XIX Juegos Olímpicos en México, a los que mañosamente llamaron “los juegos de la paz”. Apenas diez días antes, grupos paramilitares, en particular el tristemente célebre batallón Olimpia, y tropas del Ejército llevaron a cabo una de la peores carnicerías de la historia del México posrevolucionario. La cifra oficial de muertos fue 20. Nunca se supo el número real de víctimas, muchos piensan que debió de estar alrededor de 300. Para quienes nacimos en la década de los sesenta, los acontecimientos de mayo del 68 fueron un rito iniciático temprano. A los cinco años, mi vocabulario se enriqueció con la palabra matanza, descubrí los gestos de angustia y conocí las expresiones de zozobra. Como tantas otras familias mexicanas de izquierdas en 1968, abrimos la puerta a la paranoia y adoptamos la derrota como una medalla que se portaba con orgullo. Obviamente, yo no entendía lo que estaba sucediendo, tan sólo sabía que el Ejército había disparado sobre los estudiantes, que se habían usado los tanques contra civiles desarmados, que ardían autos y autobuses en las calles.

Mucho menos podía entender lo que pasaba porque por aquel entonces me operaron de miopía en un pequeño hospital particular. No estoy seguro de si aún tenía los ojos cubiertos de vendas cuando tuvo lugar la balacera en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, un barrio caracterizado por grandes edificios multifamiliares situado en el centro de la ciudad de México. Un barrio que vivió una tragedia más durante el terremoto de 1985, cuando varios edificios sepultaron a cientos. Durante la convalecencia, mi madre me leía Moby Dick. El capitán Ahab quedó para siempre emparentado en mi imaginación con el liderazgo del Consejo Nacional de Huelga (CNH), el liderazgo del movimiento formado por estudiantes y maestros de las principales instituciones de educación superior del país: la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional, las escuelas normales, el Colegio de México, Chapingo, la Universidad Iberoamericana, el colegio La Salle y algunas universidades estatales.

En el imaginario de los manifestantes mexicanos, estaban presentes los eslóganes y la poética de mayo del 68 francés: “Bajo los adoquines, la playa”, “Seamos realistas, exijamos lo imposible”, “Está prohibido prohibir” y todos aquellos arrebatos que hacían subversiva a la incoherencia. Los huelguistas soñaban en grande con cambiar al mundo ,aunque la urgencia inmediata era que el Gobierno atendiera el pliego petitorio del CNH, el cual contenía tan sólo seis puntos pragmáticos y directos: libertad a los presos políticos, derogación del delito de disolución social, desaparición del Cuerpo de Granaderos, destitución de los jefes policiales, indemnización a los familiares de los muertos y heridos desde el inicio del conflicto, deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos sangrientos. En cualquier caso, el movimiento estudiantil en México se convirtió en un símbolo relevante de lo que llamamos, para bien o para mal, la revolución cultural de 1968.

Antes de la masacre, la gente hablaba de las marchas, se discutía la represión y muchos estaban furiosos por la toma de las instalaciones de la universidad por parte del Ejército, otros tantos tan sólo temían la amenaza del comunismo. La propaganda oficial, aunque rústica, lograba su objetivo. Todo el mundo coincidía en creer que eran tiempos peligrosos para ser joven. Después del 2 de octubre, no se hablaba más. Las fuerzas del orden eran extremadamente convincentes en sus amenazas, en su brutal represión selectiva, en su uso de la tortura y la desaparición.

Durante años, me lamentaba por haber sido tan joven en 1968 y haberme perdido participar en ese momento histórico e irrepetible, en esa tragedia que no podía haber terminado de otra manera que en un pantano de sangre, ya que el Estado mexicano era incapaz de negociar o de entender que los problemas podían tener otra solución que la militar.

Tlatelolco fue el mito fundador de la identidad de mi generación, un episodio que descubrimos por jirones de historia, ya que no contábamos con gran cosa para conocer los hechos aparte de anécdotas, unos cuantos libros como Los días y los años, donde Luis González de Alba cuenta su participación en el movimiento y sus años en la prisión de Lecumberri; La noche de Tlatelolco, la recopilación de entrevistas de sobrevivientes por Elena Poniatowska, el testimonio de la desaparecida periodista italiana Oriana Fallaci, quien salió ilesa de la guerra de Vietnam para recibir tres impactos de bala en México (con lo cual los mexicanos pasamos a ser despreciados por ella antes que de dedicara lo mejor de su odio a los musulmanes) y la devastadora película El grito (1968), de Leobardo López Aretche, quien se suicidó un par de años más tarde. Aparte de eso, tan sólo nos quedaba la música que asociábamos con ese tiempo de tragedia, sacrificio y valentía: Hendrix, Joplin, Doors, Rolling Stones, Dylan. Figuras que entonces se veían tan distantes y mitológicas que ni podíamos soñar con que algún día tocarían en México.

Cuando entré por fin en la UNAM, me tocó participar en el movimiento estudiantil del 86. Aunque nunca estuve de acuerdo con la huelga, sí lo estaba con la necesidad de rechazar los planes de transformación de la universidad pública en una “institución de excelencia”, en modelo de universidades privadas. Nuestro movimiento, aunque logró detener los planes de la rectoría, fue también un fracaso, pero no fuimos víctimas de la represión armada del Estado. El partido en el poder, el PRI, aprendió a manipular, golpear con discreción y censurar sin necesidad del genocidio. Debo sentirme agradecido por la modernización del sistema político de México.

Recuerdo que en octubre del 68 mi madre me llevó a ver la esgrima, la gimnasia y los clavados durante los Juegos Olímpicos, como si nada hubiera sucedido. Finalmente, era el 68, el año de la Primavera de Praga, de la ofensiva de Tet, del asesinato de Martin Luther King, del atentado de Valerie Solanas contra Andy Warhol, del black power en el podio de medallistas olímpicos. Un año turbulento en que el capitán Ahab pudo haber sometido a su feroz ballena blanca.

Naief Yehya es escritor. Autor de Pornografía, sexo mediatizado y pánico mortal
Ilustración de Iván Solbes