Capítulo 1
El otro día, al salir de ensayo, le pregunté al hombre lo
que había hecho en mi ausencia. Quiero aclarar que prometió limpiar la casa y
preparar la cena (digo la casa por mera formalidad, pues en realidad sigue
siendo su casa aunque parezca de ambos). La cosa es que hemos adquirido una
especie de roles que en cuanto los siento aseñorados, los sacudo: me encierro
en la casa (ahora si la mía), juego con El Coco, veo películas y cocino para
uno.
Decía yo que pasó por mí y le pregunté lo que hizo en mi
corta ausencia, a lo que contestó, con toda la tranquilidad del mundo, que pasó
la tarde jugando FIFA en mi computadora. Para entonces, después de tres horas
de ensayo, tenía hambre y estaba cansada. Qué otra cosa podía hacer sino
regañarlo: agerar, dice él.
Primero pregunté si era broma, luego me solté con una
letanía de responsabilidades y cooperación de pareja. Puse una jeta que
intentaba ser de lo más neutra pero molesta. Pedí entonces que parara en un local
fancy de hamburguesas. Mi coraje,
como dijo Sheldon, era mayormente hambre.
Qué vas a pedir, esta carne está más chida, mejor un agua,
un refresco, mmm salsa, las papas
están chidas, yomi, pedazón de carne que tenía, parece que va a llover,
necesitamos cambiar los parabrisas, hay que emplacar en Colima, debemos juntar
para pintar la camioneta, que cara está la gasolina… y se soltó con cosas de la
niña nueva, la camioneta.
Confieso que de repente siento una especie de arrebato de
atención. Es un objeto, una camioneta, un medio de transporte. Pero ella se
lleva en gasolina lo que era para mis chocolates; aunque también me lleva hasta
el teatro y no me mojo. Punto para la niña. Me callo.
Con toda la charla de las cosas para la nueva, el hamburguesón que me comí comenzó a hacerme grugghrrrr en la panza. Debíamos comer
para saciar el hambre, charlar para relajarnos, pasear para estar contentos,
romancear un rato para ser felices; sin embargo, hablamos de un puño de cosas
que nos hicieron pensar en gastos no previstos y volver a la presión.
¿Te vas a poner seria? No, ¿estamos peleando? No. Vámonos,
mejor. Comida para el perro, tráeme una coca. Él callado sin defenderse.
Íbamos de regreso a casa, con amenaza de indigestión por un
berrinche, ambos en silencio, con la advertencia de llegar a alimentar al
perro, lavar las tazas para el café de la mañana y sacudir un poco el desorden
de la casa (el comedor que es lo que se ve, porque sala aun no tenemos/tiene).
Alerta de “anseñorados” ti, ti, ti, ti (léase en tono de alarma de emergencia).
Al llegar me tendió las llaves. Ve abriendo la casa en lo
que yo bajo las cosas del coche. ¡Y todavía debo abrir yo! (berrinche infantil
en su máxima expresión).
Abro la casa y veo ahí el piso más limpio que mis ojos hayan
visto: barrido, trapeado (juraría que podía ver mi reflejo, pero estaría
exagerando de la emoción). En la mesa mi computadora con los cables enrollados y acomodados. Nada
de polvo, todos los cd’s ordenados, los libros sacudidos, la cocina limpia, la
estufa reluciente, las camas tendidas, la ropa doblada en sus cajones, las
repisas ordenadas, el equipo en su lugar, las mochilas guardadas. Era una casa
impecable. Aquel coraje tan grande se transformó, pues, en un sentimiento de
culpa del mismo tamaño.
Lo impresionante fue que el hombre no dijo una sola palabra.
Me dejó hacer el berrinche para no matar la sorpresa. Dejé caer mi bolsa en el
suelo y corrí a abrazarlo. Le pedí una merecida disculpa y nos besamos. Las
cosas que pasaron después no puedo contárselas, son privadas (guiño). Lo que sí
puedo decirles es que la niña y yo trabajamos en nuestra relación, y el coraje de
esa noche se escurrió por la banqueta, justo donde grabamos en el cemento
fresco (si, cual malandrines) “deja que fluya”. Buenas noches.